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Ay, Matti, vivimos tiempos tan extraños que un tipo como yo va a terminar dándole la razón a Marx: la lucha de clases existe y pervive aún en nuestros días. Lo que sucede es que a las tradicionales clases obrera y capitalista se ha sumado una nueva clase de la que los medios no hacen más que hablar y a la que los ciudadanos, con razón, temen. Has adivinado bien, Matti, se trata de la “clase política”.

La clase política son, efectivamente, esos ciudadanos que, habiendo destacado de entre la masa, son elegidos por sus conciudadanos para gestionar y ordenar la “res pública” a cambio de unos salarios que, sin ser astronómicos, tampoco son los del trabajador industrial o el chofer de provincias. Hasta no hace mucho, a los ciudadanos nos cabía la ilusión de que sus programas estaban controlados por nuestro voto y su voluntad sancionada por nuestra capacidad para mandarles al paro, aunque fuera cada cuatro años.

El problema, Matti, es que la clase política tiene, a día de hoy, muy claro que, gracias al sistema de partidos, sus posiciones son, en realidad, bastante intocables y que, si uno pierde las elecciones, siempre habrá algún cargo dentro del partido donde cobrar un sueldecillo hasta que lleguen tiempos mejores.

Y eso les ha llevado a adquirir una característica absolutamente única en relación a las demás clases que Marx retrataba. Así como la clase obrera se caracteriza por vender su mano de obra y generar una plusvalía, de la que luego la clase dominante vive y obtiene su riqueza, la clase política se caracteriza, en estos momentos, por su absoluta irresponsabilidad en sentido literal del término.

Supongamos por un momento que yo, como empresario, decido vender todas mis tierras por un pfening al señor Marqués. ¿Qué sucedería, Matti? Pues que, de un día para otro, yo me vería en la miseria y tú, en lugar de mi chófer, tendrías que convertirte a buen seguro en mi benefactor. ¿Y que sucedería si tú, movido por un instinto homicida, decidieses lanzar tu automóvil a 110 Km/h contra la lechería de la vieja Fraulein Helga? Pues que seguramente darías con tus huesos en la cárcel y además terminarías pagando sino todo, sí al menos parte de los destrozos causados. En ambos casos, seríamos responsables de nuestros actos y pagaríamos las consecuencias de los mismos.

Ahora supongamos que un político decide vender terreno o empresas públicas por un pfening, sin haberlo consultado previamente con sus administrados de forma directa o construir una carretera por un paraje claramente protegido por la legislación que él mismo aprobó diez años antes. ¿Le sucede algo? No.  En el primer caso, si las cuentas públicas flaquean, empezará a buscar formas alternativas de financiación como emitir deuda, pedir dinero prestado a los bancos o elevar los impuestos. Lógicamente, en ninguno de los casos anteriores será él quien pague de su bolsillo el coste de esa financiación adicional sino que serán sus administrados quienes, henchidos de felicidad, pagarán esas cantidades adicionales. El segundo caso es más sangrante si cabe pues el mismo político (u otro distinto) gastará un dineral en abogados de la administración y procesos judiciales para defender lo indefendible. ¿Y lo pagará él? Tampoco. Ni uno ni otro serán responsables de sus actos sino que será “el estado” o “la administración” y, en última instancia, los pardillos de los ciudadanos, los que paguen las consecuencias de sus errores.

¿Quiere esto decir que todos los políticos son iguales o actúan de forma igualmente irresponsable? No. Ni mucho menos. Nein. Lo que quiere decir es que cualquier político tiene un manto de amparo tal que puede decidir la mayor barbaridad sin tener que responder por esas decisiones y lo que, desde luego, quiere decir, es que ese manto debería desaparecer y el político entender que lo que él administra no es sino la plusvalía de sus administrados, empresarios y trabajadores y que, como mero administrador, debe responder de todos y cada uno de sus actos.

No hablo solo de responder penalmente de prevaricaciones y otros detritus que pueblan nuestros tribunales, Matti. Hablo de responder de una buena o mala gestión de una coyuntura y, desde luego, de que la “clase política” entienda que su papel es ejecutar aquellos programas por los que son elegidos y, en ningún caso, el de improvisar soluciones de emergencia, ponerse creativos o arrasar descampados. Para ello, claro, habría que cambiar el sistema electoral, el funcionamiento interno de los partidos y, seguramente, el funcionamiento interno de buena parte de esa “clase política” pero eso, claro está, es otra historia…

Me siento fresco hoy, Matti. Casi diría que estos tres días sin beber me han devuelto a mi condición de ser humano. Es terrible la condición de ser humano, Matti. No hago sino abrir el periódico y ¿qué me encuentro? Otro ciudadano en huelga de hambre, exigiendo a su nación que actúe de forma justa y democrática.
¡Habráse visto sinsentido igual! ¡Un ciudadano dirigiéndose a una nación! ¡Como si la nación tuviese la obligación de escucharle!

Los ciudadanos deberíamos entender que no tenemos ningún derecho a exigir nada a nuestras naciones. En realidad, los ciudadanos sólo existimos porque las naciones necesitan a alguien que vote cada cuatro años y pague sus impuestos. Algunas naciones, adoptan formas de gobierno tan sofisticadas que incluso consiguen obviar el primero de estos dos inconvenientes pero, para la común de las naciones, un ciudadano no es más que una molesta partícula capaz de estropear el proyecto más elaborado.

Fíjate si no en la economía. Se afanan economistas, ministros y varias docenas de sabios en elaborar nuevas fórmulas para componer un cuadro macroeconómico que sitúe a nuestra nación donde merece: a la cabeza de Europa. Para ello, emplean años en inventar nuevas formas de contabilizar la riqueza de nuestra nación. Cuando finalmente llegan a la conclusión de que nuestro país es tan rico como el que más, ¿qué sucede? Pues que nuestros ciudadanos van todos de cabeza al paro, dispuestos a arruinar la bonita postal macroeconómica. ¡Así no hay quien gestione la economía!

¿Y en caso de guerra? La población civil es una incomodidad terrible en cualquier guerra. No hacen más que entorpecer los movimientos de tropas y obligan a desviar recursos a cosas tan superficiales como su alimentación. Si los ciudadanos fuesen realmente sensibles con las necesidades de sus naciones, nada más empezar una guerra, emigrarían todos a la nación enemiga para así arruinar sus comunicaciones y su economía.

El problema de fondo, Matti, es que el ingenio de nuestros sabios no está a la altura de las necesidades de nuestra nación. Se impone inventar una máquina que obvie al ciudadano y le sustituya en lo esencial: pagar impuestos, consumir y votar cada cuatro años. Inventada la máquina e instalada en las capitales de todas las naciones del mundo, podremos al fin disfrutar de un mundo a la medida de nuestras naciones y en el que los ciudadanos pasen a ser totalmente prescindibles. A ver si así aprenden.